La Unión Europea y América Latina: coyunturas críticas y nuevo contrato social*

The European Union and Latin America: Critical Junctures and a New Social Contract

José Antonio Sanahuja 

Autor

Catedrático de Relaciones Internacionales de la Universidad Complutense de Madrid, director de la Fundación Carolina, y consejero especial para América Latina y el caribe del alto representante para asuntos exteriores y política de seguridad de la Unión Europea, Josep Borrell. Agradezco los comentarios del personal de la Fundación Internacional Iberoamericana de Administración y Políticas Públicas (FIIAPP), si bien este artículo es de exclusiva responsabilidad del autor.

Correo electrónico: sanahuja@cps.ucm.es

Orcid: https://orcid.org/0000-0002-6806-5498

Cómo citar:

Sanahuja, J. (2022). La Unión Europea y América Latina: coyunturas críticas y nuevo contrato social. Revista Internacional de Cooperación y Desarrollo. 9(2), 7-17

DOI: 10.21500/23825014.6097

* Este artículo se basa en la conferencia de apertura pronunciada por el autor en el diálogo de alto nivel “Unión Europea-América Latina y el Caribe: nuevos contratos sociales y asociaciones para sociedades más resilientes e inclusivas”, encuentro final del Programa EuroSocial, celebrado en Bruselas el 29 y 30 de junio de 2022. Sirva este texto como homenaje póstumo a la memoria del profesor Carlo Tassara, que siempre nos hizo pensar en el progreso humano, con una mirada universalista, aunque anclada en las realidades de Europa y de América Latina, y que tanto hizo por promover el diálogo y la cooperación birregional a través de la docencia, la investigación y el trabajo directo de cooperación.

Tipo de artículo: Carta al editor

Recibido: agosto de 2022

Revisado: septiembre de 2022

Aceptado: septiembre de 2022

OPEN ACCESS

Copyright: © 2022

Revista Internacional de Cooperación y Desarrollo.

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Resumen

La Unión Europea y América Latina y el Caribe enfrentan un escenario adverso como consecuencia de la crisis de la globalización, la creciente competencia geopolítica, de la que es una expresión la guerra de Ucrania, y la materialización de riesgos globales como la pandemia del COVID-19. Estos elementos demandan una nueva racionalidad y narrativa movilizadora para el relanzamiento de las relaciones y la cooperación entre ambas regiones. Este artículo propone tres elementos: la revitalización de la democracia, la búsqueda de una mayor autonomía estratégica, y una recuperación transformadora que implica una “triple transición”: social, productiva y digital, y ecológica. Este artículo argumenta que estos tres elementos, de los que es un ejemplo el Pacto Verde Europeo, pueden dar un nuevo impulso a las relaciones birregionales y la “asociación estratégica” Unión Europa-América Latina y el Caribe.

Palabras clave: Unión Europea; América Latina; Pacto Verde; contrato social; relaciones internacionales.

Abstract

The European Union (EU) and Latin America and the Caribbean (LAC) face an adverse scenario as a consequence of the globalization crisis, the growing geopolitical competition, of which the war in Ukraine is an expression, and the materialization of global risks, such as the COVID-19 pandemic. These elements call for a new rationality and mobilizing narrative for the relaunching of relations and cooperation between the two regions. This article poses three elements: the revitalization of democracy, the search for greater strategic autonomy, and the transformative recovery that implies a ‘triple transition:’ social, productive and digital, and ecological. It argues that these three elements, of which the European Green Pact is an example, can give new impetus to bi-regional relations and the EU-LAC ‘strategic partnership’.  

Keywords: European Union; Latin America; Green Deal; Social Contract; International Relations.

1. La racionalidad y el acervo acumulado de una relación

¿A qué racionalidad responde hoy la relación entre la Unión Europea y América Latina y el Caribe? Esta es una de las preguntas que nos convocan hoy. Para formular una respuesta renovada a esta cuestión, atendiendo al nuevo escenario internacional que afrontamos, se adelanta en esta introducción el argumento principal: esas relaciones deben servir, en primer lugar, para fortalecer y ampliar conjuntamente la autonomía y la cooperación de ambas regiones ante un mundo más interconectado, disputado y complejo. Es un mundo, sí, de creciente rivalidad geopolítica, como ilustra la invasión rusa de Ucrania o las tensiones en Asia y en el Mar de China, pero también caracterizado por profundas interdependencias y riesgos globales, como la pandemia del COVID-19 o la emergencia climática, que afectan de manera directa a las expectativas y el bienestar de la ciudadanía. Por todo ello, es un mundo que aún necesita de las reglas y la certidumbre que solo puede proporcionar un multilateralismo representativo, legítimo y eficaz.

Sobre esta cuestión en la UE se habla de autonomía o soberanía estratégica, la cual no implica un repliegue defensivo ni una actuación subordinada a la competencia geopolítica o el clásico juego de equilibrios de poder. Se trataría, más bien, de reforzar la capacidad y la agencia de la UE para tener voz propia y ser parte de asociaciones para la gobernanza global y el refuerzo del multilateralismo y la cooperación internacional.

En segundo lugar, esa asociación ha de contribuir a fortalecer la democracia, la equidad y las sociedades abiertas en un momento de gran desconfianza ciudadana y ascenso de fuerzas ultranacionalistas, autoritarias y de extrema derecha.

En tercer lugar, la relación birregional debiera definir estrategias de asociación económica y comercial y de cooperación para afrontar retos de desarrollo de ambas regiones, los que ya existían y los que ha revivido o generado el COVID-19. Se trata de establecer alianzas para el desarrollo sostenible e inclusivo, que impulsen una recuperación transformadora para todos: digital, verde y, también, social, y que sirvan como palanca para avanzar en la Agenda 2030.

No se parte de cero: las relaciones birregionales cuentan con un gran acervo acumulado, y son un referente para los intereses, los valores, y la identidad y proyección internacional de ambas regiones. Juntas, suponen una cuarta parte del PIB mundial, un tercio de los miembros de las Naciones Unidas, y son también actores relevantes en el G20 y otros foros y organizaciones internacionales. En el pasado, esas relaciones contribuyeron a la democratización de la región tras el ciclo de dictaduras de la Guerra Fría, y respaldaron los procesos de paz en Centroamérica. En la Cumbre de Río de 1999 se creó la “asociación estratégica birregional” que ha dado lugar a un activo diálogo político, con gobiernos y también con la sociedad civil. Para fomentar la cooperación, el comercio y las inversiones, en clave sostenible, se ha ido formando una red de “Acuerdos de Asociación”, aún incompleta, que aspira a abarcar la mayoría de los países de América Latina y el Caribe. Además, destaca el acervo de redes birregionales y espacios, más o menos formales, de concertación y diálogo de políticas, que nutren activamente los diálogos políticos.

2. La relación birregional, ante un escenario adverso

No obstante, esas relaciones se enfrentan hoy a un escenario internacional adverso y en cambio, y también a crecientes tensiones al interior de cada parte. Por un lado, la invasión rusa de Ucrania pone de nuevo en cuestión las normas más básicas del sistema internacional, y traerá consigo inflación y una crisis alimentaria global que golpeará a sociedades ya muy dañadas por la pandemia. Estos hechos cercanos se inscriben en una dinámica anterior y más amplia: la crisis y retraimiento de la globalización, de la que son parte la creciente competencia geopolítica y la impugnación de la cooperación, y la integración regional y del multilateralismo.

La nueva geopolítica tiene como vector clave el cuestionamiento al orden internacional liberal de potencias en ascenso. Es el caso de una China cuya política exterior se torna más asertiva y se endurece de la misma manera que el país acentúa su deriva nacionalista y autoritaria. Pero ese cuestionamiento también parte de fuerzas iliberales, nacionalistas y autoritarias que están en ascenso en todo el mundo: las que impugnan la cooperación y la integración regional, como los brexiteers en Reino Unido, o las nuevas derechas en América Latina; la extrema derecha en Europa, como ilustran los “ultras” en Hungría, Polonia, España, Francia o Italia, muchos de ellos cercanos a Putin; de Bolsonaro en Brasil: o de Estados Unidos, con la presidencia de Trump, y el fuerte arraigo de un trumpismo que se prepara para volver en las elecciones mid-term y presidenciales. Es el caso también de Turquía, Filipinas o del nacionalismo extremo del Hindutva en la India. Esos vectores también están presentes en una Rusia revisionista, liderada por el gobierno de Vladimir Putin, cuya deriva reaccionaria y ultranacionalista es una variable causal clave de una guerra de agresión contra Ucrania que pone en cuestión la seguridad europea, y también tiene evidentes implicaciones globales.

Por otro lado, la pandemia de la COVID-19 ha dado paso a una grave crisis económica y social en América Latina, la peor en un siglo. Esta es, además, la región más golpeada en términos sanitarios: como consecuencia de su mayor vulnerabilidad, con solo el 8% de la población mundial ha registrado una tercera parte de los fallecimientos en todo el mundo. El escenario político sigue dominado por una visible erosión de la democracia y por la fragmentación y la polarización política, por la crisis de las organizaciones regionales, por las presiones externas de potencias en competencia como Estados Unidos, China o Rusia, y por el retraimiento o ausencia de los países que pudieran actuar como líderes regionales. Todo ello ha reducido la agencia y capacidad de la región como tal en un escenario de mayor tensión geopolítica global, en el que a menudo se asume que Europa no está ni se la espera, y se extiende la idea de que los actores clave para un futuro de competencia estratégica, económica y tecnológica, y para la gestión de crisis regionales, serán, más bien, China y Estados Unidos.

Todo esto ha contribuido a un visible distanciamiento entre ambas regiones. Se han mantenido los vínculos tejidos a través de programas de cooperación o de redes empresariales y de la sociedad civil, pero, como es sabido, desde 2015 se encuentra interrumpido el diálogo político a nivel de jefes de Estado y de gobierno. Dicho diálogo solo se ha empezado a recuperar con la conferencia ministerial virtual realizada en diciembre de 2020, y lo que tenía que haber sido una cumbre birregional en 2021 esa era la aspiración inicial– al final se vio reducida a una modesta reunión de presidencias pro-témpore de organismos regionales en diciembre de ese año.

Sin embargo, no se puede alegar como única causa la fragmentación política que afecta a América Latina, pues parte de la explicación radica en el lado europeo. En muchos Estados miembros de la UE se observa escaso interés y atención hacia América Latina y el Caribe, y la región no ha estado entre las prioridades políticas de la Unión, lo que no se corresponde con la fuerte presencia de intereses económicos europeos en América Latina. De hecho, la UE es el principal inversor externo en América Latina, con un stock acumulado en 2019 que se sitúa cerca de los ochocientos mil millones de euros; esta cifra representa más que la suma de todas las inversiones de empresas de la UE en China, India, Japón y Rusia juntos. Ha sido la guerra de Ucrania, precisamente, la que ha catalizado un renovado interés económico de la UE hacia la región, por su peso y potencial en la producción de alimentos, sus reservas de gas y otras fuentes de energía fósil, y su potencial para nuevas fuentes de origen renovable, como el hidrógeno “verde”.

Otras muestras de menor compromiso europeo: en 2014 muchos países latinoamericanos fueron “graduados” como beneficiarios de las preferencias comerciales del Sistema Generalizado de Preferencias (SGP), y como receptores de ayuda oficial al desarrollo (AOD) bilateral de la UE, desde entonces más orientada a África y a cuestiones migratorias. Al ganar importancia las agendas de seguridad, también son otras las regiones que logran atraer más atención de Europa. De hecho, la Estrategia Global y de Seguridad de la UE de junio de 2016 situó a América Latina en una posición periférica y poco relevante, al priorizar el “arco de inestabilidad” de la vecindad meridional y oriental de la UE. En marzo de 2022, poco después del ataque ruso a Ucrania, la Unión aprobó la “Brújula Estratégica”, que confirma esa posición. Y teniendo en cuenta el estado del Mediterráneo, África y Europa Oriental, quizás no se puede esperar otra cosa.

También es importante prestar atención a las transformaciones que está atravesando la Unión Europea. El mensaje para quienes ven a Europa desde América Latina es muy claro: el actor que tienen enfrente ya no es el que solía ser. El mundo ha cambiado, y Europa también está sumida en una rápida e intensa transformación, de sí misma y de sus relaciones con el mundo.

Desde 2008 la UE enfrenta una serie de crisis que se inscriben en la más amplia crisis de la globalización y del orden internacional. La crisis del euro reveló las fallas de la unión monetaria y de su diseño ordoliberal. La autodestructiva política de austeridad de esa etapa trajo recesión económica, crisis social, mayor desigualdad y retroceso en su cohesión social y territorial. La crisis de los refugiados sirios fue, en realidad, más una crisis de gobernanza europea que reveló las fracturas internas de la UE en materia de inmigración y asilo, unas cuestiones cada vez más politizadas por partidos de derecha y ultraderecha en ascenso. El Brexit, también una crisis existencial de la UE, mostró la vulnerabilidad del proyecto de construcción europeo ante el nacionalismo y el populismo. Todo ello era a la vez causa y consecuencia de la desafección y la desconfianza ante las élites, sin la cual no podría explicarse el avance de la ultraderecha en Europa, en paralelo el triunfo electoral de Trump, con sus secuelas de nacionalismo económico y cuestionamiento de las normas internacionales. Ante esos hechos la propia UE empezó a revisar sus políticas: la eurozona tuvo que atemperar la política de austeridad ante la gravedad de la crisis social. También el BCE mostró un mayor activismo apoyando a los Estados con dificultades de financiación, con el whatever it takes de Mario Draghi. Por otro lado, Europa fue dejando atrás su tradicional visión del mundo, cosmopolita y confiada, para adoptar una mirada más defensiva y securitaria.

En 2016, la Comisión Juncker reclamó “una Europa que protege” e inició distintos ejercicios de reflexión, diagnóstico y prospectiva sobre su futuro. Pero ese llamado no suponía que se hubiera adoptado una respuesta estratégica por parte de una UE, rezagada ante esos retos y otros que estaban ya en escena, como la aparición de un nuevo modelo productivo basado en la robotización y la digitalización, pero que suscitaba el temor de las sociedades europeas por sus efectos en el empleo, la protección social, y la merma de oportunidades para la siguiente generación.

Por otro lado, el avance de los partidos verdes y la asunción de la agenda ambiental por los partidos mayoritarios mostraban también que la necesaria renovación del contrato social debía incluir la emergencia climática.

3. Pacto verde y recuperación pospandemia: los retos de la UE

Desde 2019 la UE ha tratado de responder a esos retos con una visión estratégica que se articula a través de dos ejes de cambio: el Pacto Verde Europeo y la búsqueda de “autonomía estratégica”. Y desde 2020 la pandemia ha sido un acelerador de ese proyecto transformador: al exponer sus debilidades con toda crudeza, ha impulsado un verdadero “despertar geopolítico” y socioeconómico de la UE.

El Pacto Verde Europeo deja atrás el enfoque sectorial, gradualista y, en ocasiones, tecnocrático que ha dominado la política ambiental y del clima de la UE desde sus orígenes para convertirse en un proyecto transformador que inspira la matriz económica y social de la UE en su conjunto. Es también un amplio acuerdo político entre socialdemócratas, centroderecha, liberales y verdes, basado en la asunción de la agenda ambiental y del compromiso con la protección de la sociedad, que de otra manera se dejaría en manos de la ultraderecha.

El Pacto Verde Europeo supone dejar atrás las políticas de austeridad y la obsesión neoliberal con el equilibrio presupuestario. Significa el retorno de la política industrial y un mayor papel del sector público liderando la innovación en campos como las energías renovables, las tecnologías digitales o la electromovilidad, con un papel clave para la financiación pública y un nuevo marco regulador y de incentivos, en clave sostenible, de la financiación privada. Con ello, Europa asume que se ha entrado en una nueva fase histórica de desglobalización y repliegue de las cadenas productivas, por causas tanto tecnológicas como geopolíticas. Opta por una estrategia de inversión, crecimiento y creación de empleo que no renuncia a las exportaciones, pero estará más centrada en el propio mercado interior. Ese modelo habrá de ser más autocentrado y resiliente ante disrupciones de las cadenas de suministro globales y, con ello, contribuirá a la autonomía estratégica de la UE. La aceleración de la transición energética hacia las renovables es parte de ello, pero también contempla las materias primas críticas, los medicamentos, los alimentos, o los semiconductores.

El Pacto Verde, además, será eje central de la acción exterior promoviendo “alianzas verdes” con otros países y regiones para alcanzar las metas climáticas y de descarbonización del Acuerdo de París, y lograr una mayor seguridad energética. Es el caso, por ejemplo, de las inversiones para promover el hidrógeno verde y las energías renovables, como la eólica o la solar fotovoltaica. Sobre estas bases se redefinirán las relaciones exteriores y los vínculos económicos de la UE con regiones como el Mediterráneo o América Latina y el Caribe.

Esas Alianzas, es importante subrayarlo, no debieran alentar un nuevo ciclo extractivista de “economías de enclave”, por ejemplo, con el gas, el litio, o el hidrógeno verde. Deberán ser el centro de una cooperación renovada y transformar los sistemas de energía de los países socios, promoviendo alternativas a los combustibles fósiles tanto para el mercado interno de los países productores, como para diversificar sus exportaciones.

El ataque ruso a Ucrania, un hecho inesperado en Bruselas, ha acelerado aún más esos procesos. Según la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, es un verdadero parteaguas para Europa; según el canciller Olaf Scholz, es un punto de inflexión (Zeitenwende) en Alemania, que, a partir de este momento, va a adoptar, como toda la UE, una política de seguridad y defensa más enérgica. En una histórica alocución en el Parlamento Europeo el 1 de marzo, el alto representante Josep Borrell dijo que “este es el momento en el que ha nacido la Europa geopolítica”.

La alta dependencia centroeuropea del gas ruso muestra que la descarbonización, la transición energética, el Pacto Verde y la autonomía estratégica son cuestiones que van unidas. La guerra, las sanciones y la voluntad de renunciar a esa dependencia anuncian una rápida desconexión europea de ese país, la búsqueda de fuentes alternativas, y la aceleración de la transición energética a renovables. Días después del ataque ruso, el ministro de finanzas alemán, Christian Lindner, declaró que “la energía renovable es la energía de la libertad”.

En muchos aspectos, las medidas de urgencia propuestas por la Comisión Europea el 8 de marzo de 2022 con el plan RePowerEU, cuyo desarrollo legislativo se planteó en mayo de ese año, anuncian una “economía de guerra” con mayor intervención pública en los mercados de energía. Como ocurrió con la pandemia, la UE actúa colectivamente y, de nuevo, recurre a su fuerza como unión. Esta guerra es una muestra más de la irrupción de la geopolítica en la economía mundial, y las implicaciones del uso coercitivo (weaponisation) de las interdependencias. La UE tendrá que asumir sus importantes implicaciones económicas. El COVID-19 significó la suspensión temporal de las reglas fiscales y la inédita aprobación de NextGenerationEU, un fondo extraordinario de reconstrucción que se financia, por primera vez, con emisiones de eurobonos. La guerra de Ucrania es otro choque exógeno. Tendrá efectos asimétricos, aún por determinar, respecto a los costes de las sanciones, la energía, la inflación, o la atención a población refugiada. La UE aún no ha acordado cómo reformar las reglas fiscales del pacto de estabilidad y crecimiento, y con esa guerra tiene que hacer frente a otro choque exógeno de gran magnitud. Será necesaria, de nuevo, una respuesta fiscal y monetaria común, europea y global, para hacer frente a la recesión que anuncia la guerra, para mantener viva la agenda transformadora del Pacto Verde, para asegurar su unidad política ante Rusia, en particular en materia de energía y sanciones, y para responder a la crisis alimentaria y de desarrollo global que se agrava con la invasión rusa a Ucrania.

4. América Latina: vulnerabilidad y retos socioeconómicos tras la pandemia

Por su parte, América Latina también sale de la pandemia con mayor vulnerabilidad ante las consecuencias económicas y sociales de la guerra de Ucrania, como el aumento de los precios de la energía y los alimentos, la inflación, y políticas para atajarla que dañen el crecimiento. Aunque afectará a todos, los más expuestos se encuentran en Centroamérica y en el Caribe de habla hispana. Desde el COVID-19, y antes, arrastran niveles altos de deuda pública, desequilibrios externos y alta inflación, y ninguno es un importante exportador de materias primas. En este entorno, el endurecimiento monetario interno de Estados Unidos será un lastre para el crecimiento y la solvencia crediticia, lo que aumenta la posibilidad de una crisis financiera, y puede ser el caldo de cultivo de nuevas protestas sociales. También enfrentarán problemas los grandes exportadores de commodities, a pesar del aumento de los precios, y se tendrán que afrontar, las tantas veces pospuestas, reformas fiscales. Esto ocurre, además, en una región en la que ya existía un elevado grado de descontento e insatisfacción con el funcionamiento de la democracia y las políticas públicas. No debe descartarse, con todo ello, el riesgo de revueltas sociales o crisis políticas aún más profundas. Sin respuestas adecuadas, se agravarán las fracturas sociales, lo que complica la reformulación del contrato social, abonando el terreno para el ascenso de fuerzas autoritarias. Ese escenario, también favorece que algunos actores externos utilicen la asistencia bilateral o la financiación de contingencia con objetivos de política de poder.

Como es sabido, la incidencia de la pandemia ha sido mucho mayor en América Latina, y ello se explica en gran medida por la situación de partida de la región, más que por las características de la enfermedad. La pandemia es, en realidad, una sindemia de la desigualdad. Ese neologismo, propuesto por el epidemiólogo Merrill Singer, es un concepto que alude a la retroalimentación o sinergias negativas que se generan entre una o varias epidemias y los condicionantes sociales, económicos y políticos de una sociedad. Supone rechazar un enfoque epidemiológico convencional, estrictamente biomédico, en favor de un análisis más comprehensivo, explicando el impacto del virus por las condiciones sociales preexistentes, sean factores de comorbilidad o de vulnerabilidad de carácter socioeconómico o espacial, y no solo por su letalidad intrínseca. América Latina se ha enfrentado a la crisis generada por el COVID-19 partiendo de una situación de alta vulnerabilidad en cuanto su inserción en la economía política internacional, con sociedades fracturadas por fuertes inequidades y una elevada insatisfacción con el funcionamiento de sus instituciones y líderes. Ya antes de la pandemia, esta región presentaba un panorama muy amplio, aun con situaciones muy diversas, de economías y sociedades frágiles y dependientes, con alta desigualdad, clases medias con expectativas frustradas de consumo y ascenso social para la siguiente generación; grupos vulnerables, pese a no ser pobres, propensos a caer de nuevo por debajo de la línea de la pobreza; fragilidad estatal y de las políticas públicas; un alto grado de desconfianza en las instituciones y la acción del Estado, y elites en el poder reacias a aceptar sociedades más abiertas y las demandas de nuevos grupos sociales en ascenso, que exigen la renovación y ampliación del contrato social. En suma, unos patrones de crecimiento y desigualdad que con el COVID-19 han mostrado sus limitaciones de manera dramática.

El impacto de la pandemia se ha visto agravado por las arraigadas desigualdades que caracterizan a la región: de renta, de género, o de etnia, y en cuanto a la cobertura de la salud y las políticas sociales, y ha contribuido a que sean más profundas. La desigualdad también determinó quien pudo proseguir con sus estudios por disponer de equipo informático y buenas conexiones a Internet, y quienes no han tenido esas vías de acceso. América Latina ha sido una de las regiones en las que la interrupción de las clases ha sido más prolongada, con 56 semanas en promedio. Con las escuelas y universidades clausuradas durante tanto tiempo, la desigualdad educativa –de acceso, de atención, de medios informáticos y acceso a internet– también se torna más aguda, según se trate de centros públicos o privados; según entorno socioculturales y nivel de renta. Ello comporta brechas cognitivas, pérdida de oportunidades de aprendizaje y, en los sectores más pobres, mayor riesgo de abandono de la escuela y de los estudios universitarios, lo que interrumpe los incipientes procesos de movilidad social ascendente de las clases medias-bajas que se habían registrado en los años anteriores. Finalmente, la pandemia y los confinamientos también agravan, de forma aún más lacerante, los problemas de desigualdad y violencia de género presentes en la región. Ante la falta de servicios públicos de salud, han sido las mujeres las que asumen en mayor medida las tareas de los cuidados, y el COVID-19 puede, por ello, suponer una grave crisis de la “economía del cuidado”.

Muchos países de la región han hecho un gran esfuerzo para hacer frente a la crisis sanitaria y reforzar los sistemas de salud. También se ha hecho un esfuerzo fiscal sin precedentes con medidas de carácter contra-cíclico, y para prestar apoyo a los grupos más vulnerables y al sector productivo, con transferencias directas y apoyo a las empresas. Ese esfuerzo, importante, merece reconocimiento, aún más cuando se compara con quienes han actuado de manera lenta y negligente, priorizando intereses económicos o agendas de polarización política, incluso apoyándose en mensajes contrarios a la evidencia científica.

Todo lo anterior somete a mayores tensiones la relación de la ciudadanía con el Estado y con el mercado. Pone de nuevo en cuestión la posibilidad de establecer un nuevo contrato social con obligaciones y derechos recíprocos en cuanto a oportunidad, inclusión, equidad, representación y justicia. Tras los procesos de transición y consolidación democrática de las dos últimas décadas del siglo xx, el favorable ciclo económico de las materias primas y sus efectos en cuanto a crecimiento, empleo y redistribución tuvieron importantes efectos sociales. En particular, sostuvieron una notable ampliación de las clases medias, la satisfacción de demandas sociales, y la ampliación de las expectativas de bienestar y ascenso social, haciendo menos tolerables los patrones tradicionales de ejercicio del poder, y de desigualdad, exclusión, racismo y clasismo. Cuando el crecimiento económico se estanca hacia 2014-2015, y esas expectativas parecen quedar postergadas, las sociedades latinoamericanas han manifestado su creciente insatisfacción hacia un sistema que no cumple, así como hacia los gobiernos y las elites dirigentes, mostrándose mucho menos tolerantes ante el mal gobierno y frente a prácticas como la corrupción. A ello se suma la inseguridad ciudadana, y la violencia ejercida contra periodistas o líderes sociales y ambientales también muestra, de manera dramática, los límites que existen al libre ejercicio de derechos básicos y hasta qué punto hay un problema de impunidad a enfrentar.

Con todo ello, la región se ha enfrentado a la pandemia con un telón de fondo de un amplio “malestar en la democracia”. La ciudadanía, nos dicen las encuestas, sigue creyendo en la democracia y acude a las urnas cuando es convocada, incluso en las difíciles condiciones de la pandemia, pero demanda de la democracia algo más que elecciones: unas políticas sociales más amplias e inclusivas y una mejor provisión de bienes públicos esenciales como la salud o la seguridad ciudadana, el acceso igualitario a la justicia y el fin de la corrupción y la impunidad para los violentos y los poderosos.

Esos elementos ayudan a entender la inestabilidad que ha dominado la región, y varias de las tendencias que la alimentan. Por un lado, ya en los meses previos a la pandemia se registró una oleada de protestas sociales en la región, desde Ecuador a Chile, pasando por Colombia, Bolivia, Haití, Brasil, Perú, Panamá, Costa Rica o Guatemala. Algunas han reaparecido, como muestra el nuevo estallido social que se ha producido en Colombia frente a una reforma tributaria regresiva y mal concebida, o las protestas que se han dado en varios países y expresan nuevos conflictos ecosociales frente a un modelo económico extractivista y rentista muy asentado en la región. No puede descartarse que el descontento social reaparezca conforme empeoren los efectos socioeconómicos de la pandemia. Esta no sería tanto la causa directa, como el catalizador de causas más amplias relacionadas con la desigualdad, la percepción de injusticia y el descontento frente a las elites y el mal gobierno.

Estas protestas, en las que participan de manera destacada jóvenes y mujeres, son legítima expresión democrática de derechos y demandas ciudadanas, y abren ventanas a la esperanza de cambio y de progreso hacia un nuevo contrato social, como ilustra el caso de la convención constitucional en Chile, heredera directa de esas protestas; pero también están dando lugar a respuestas militarizadas y represivas que agudizan esas tendencias de retroceso democrático y alertan del riesgo igualmente plausible, de un escenario distópico de deriva autoritaria.

Por todo lo anterior, enfrentarse a la pandemia significa también impulsar una recuperación socioeconómica inclusiva y transformadora, y revitalizar la democracia y la confianza ciudadana en las instituciones. Recuperación transformadora y renovación democrática son, en suma, los ingredientes para la definición de un nuevo contrato social que permita a la región salir de esta crisis mejor preparada para encarar los retos societales del siglo xxi.

5. Una racionalidad y narrativa renovada para la relación birregional

Todos esos factores inciden en las relaciones entre América Latina y Europa, y no se puede hacer abstracción de ellos: interpelan a la racionalidad y objetivos de la relación birregional. Es necesario reevaluar los motivos que las fundamentan, y encontrar un nuevo argumentario o narrativa que sustente la renovación de las relaciones. El alto representante para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, Josep Borrell, siempre dice que la UE tiene que hablar “el lenguaje del poder”, pero en el discurso que pronunció en la Conferencia de Seguridad de Múnich de 2022 también recordó “el poder que tiene el lenguaje” aludiendo a las narrativas para generar una racionalidad y unos objetivos compartidos y construir agencia social.

No parecen faltar elementos para afirmar que, ante un mundo en transformación, el vínculo entre América Latina y el Caribe y la UE sigue siendo necesario y relevante, y se presenta hoy con un potencial y una lógica renovada en función tanto de los valores compartidos como de los intereses comunes de ambas regiones. Ello afecta a sus tres dimensiones: concertación y diálogo político, comercio e inversiones, y cooperación para el desarrollo.

En primer lugar, esas relaciones han de ser un espacio de aseguramiento de la democracia y del orden internacional frente a quienes las impugnan, sea en la UE o en América Latina y el Caribe. Es importante subrayar que esta es una problemática compartida por ambas regiones y también con actores externos como Estados Unidos. El debate birregional sobre la democracia no debiera limitarse, de forma reduccionista, a los casos más graves como Nicaragua, Venezuela o Cuba, sin menoscabo de la gravedad de la situación que atraviesas esos tres países. En la UE y en América Latina el “malestar en la democracia” y su cuestionamiento por actores iliberales es algo mucho más extendido, y encuestas que aportan datos sobre el grado de satisfacción de la ciudadanía con la democracia, como el Latinobarómetro o el Eurobarómetro, así lo confirman. Puede haber casos extremos, y especificidades nacionales y regionales, pero se trata de problemas más amplios, y compartidos: desafección ciudadana, erosión de la confianza y crisis de representación; cuestionamiento de la captura de las políticas por parte de las elites; sociedades segmentadas y desigualdades de trato y en el acceso a servicios y políticas públicas; deterioro de la esfera pública y la deliberación democrática; polarización, y ascenso de fuerzas iliberales y de extrema derecha, que impugnan el Estado de derecho, las libertades democráticas, las sociedades plurales y diversas, y las normas multilaterales. El cuestionamiento del Estado de derecho en Centroeuropa, el ascenso y creciente influencia de la ultraderecha en esa región, en Estados Unidos, en Brasil o en otros países de América Latina, son evidencia de ello. Las duras imágenes de las turbas “ultras” asaltando el Capitolio en Estados Unidos, azuzadas por el presidente saliente, seguramente quedarán en los libros de historia del futuro como símbolo de estos problemas y de su alcance global.

Por todo lo anterior, la cooperación en este ámbito exige agendas amplias y compartidas. Seguramente no podrá abordarse en los canales político-diplomáticos formales, por razones obvias, y se deberá optar por otro tipo de geometrías, más flexibles y transversales, y el concurso de las propias fuerzas políticas y sociales y de la sociedad civil.

En segundo lugar, el diálogo político y la relación renovada UE-América Latina pueden promover la autonomía estratégica de ambas regiones en un mundo caracterizado por la crisis de la globalización, la competencia geopolítica entre Estados Unidos y China, así como de una Rusia revisionista que no ha dudado en desencadenar una guerra de agresión que, entre otros motivos, responde también a su reclamación de reconocimiento como gran potencia. El sistema internacional se ha tornado más complejo, interconectado y disputado. Parte de esa ecuación son las potencias en ascenso y el mayor riesgo de conflictos de alcance sistémico, como ilustra la guerra en Ucrania o la creciente tensión en el Mar de China. Pero también hay una dimensión ideacional: esa nueva geopolítica promueve y se sustenta en discursos ideológicos y narrativas nacionalistas, securitarias y de confrontación, como la idea de competencia bipolar entre Estados Unidos y China o de una nueva “Guerra Fría” entre ambas. Esas descripciones o metáforas no son correctas analíticamente. En cierta manera, como se mencionó, la propia guerra de Ucrania revela la incomodidad de Rusia con ese relato. Además, no responden a los intereses ni de Latinoamérica ni de la UE, pues las sitúan en una posición de subordinación estratégica, cuestiona su agencia al retratarlas como actores subalternos, y desalienta el compromiso de los gobiernos hacia las instituciones y normas regionales y multilaterales, y la cooperación internacional.

Esas narrativas, sin embargo, transforman la agenda y tienen consecuencias concretas. Dar prioridad a la geopolítica, la seguridad, la guerra y la rivalidad estratégica significa que pierden relevancia, espacio y recursos los retos societales como la democracia, los derechos humanos, la igualdad de género, el medio ambiente, o el desarrollo sostenible global y la Agenda 2030. El término alemán Schadenfreude, de difícil traducción al castellano, significa algo así como la alegría que genera el mal ajeno. Sea en América Latina o en la UE, puede haber algún actor que vea con agrado el ascenso de China o de Rusia como parte de un relato que debilita al orden mundial y a Occidente, Estados Unidos y la UE, y que aleja a América Latina del viejo continente; pero quienes lo ven así quizás debiera pensarlo dos veces, y considerar que ello también cercena los márgenes de maniobra para una mejor inserción internacional, la autonomía regional, y la capacidad conjunta para afrontar retos políticos, sociales, ambientales y de desarrollo que interpelan a ambas regiones y a la humanidad en su conjunto. Menos Europa puede significar también menos América Latina en esa lógica geopolítica. Por eso es necesaria una narrativa común para dar sentido y orientación al mundo al que ambas regiones aspiran, en paz, con democracia y desarrollo.

En tercer lugar, la relación birregional puede contribuir, más allá de la respuesta inmediata a la crisis del COVID-19, a la necesaria redefinición del desarrollo económico y social, en clave de sostenibilidad, como demanda la Agenda 2030. Aquí entra en juego la propuesta de “desarrollo en transición” impulsada por el Centro de Desarrollo de la OCDE y por CEPAL, con el apoyo de la Comisión Europea. Con esa agenda se pueden plantear unas relaciones de cooperación más horizontales e inclusivas, más abiertas al diálogo y a la escucha, dejando atrás la vieja lógica Norte-Sur y las métricas y modelos lineales y unidimensionales de desarrollo. Unas relaciones de cooperación más abiertas al aprendizaje conjunto y el intercambio de experiencias innovadoras en las políticas públicas y la implicación de los distintos actores del desarrollo sostenible.

La búsqueda de estrategias de cooperación avanzada para el “desarrollo en transición” es particularmente relevante para los procesos de integración y cooperación regional que nos caracterizan. Hay que recordar que, más allá de su corazón comercial, los regionalismos latinoamericanos y europeo son proyectos eminentemente políticos y sociales, que buscan tanto la paz, la estabilidad y el progreso social en cada grupo, como una mejor inserción en las relaciones internacionales y el fortalecimiento del multilateralismo.

Siendo así, las relaciones entre la UE y América Latina y el Caribe y su cooperación al desarrollo tendrían que reorientarse para promover un espacio compartido de diálogo de políticas, de convergencia regulatoria y de transformación productiva para la reconstrucción del contrato social. Ello requiere una “triple transición”, socioeconómica, digital y ecológica, que involucra a ambas regiones y que, como elemento transversal, han de ser transiciones justas. Esas transformaciones ya eran necesarias antes de la irrupción del COVID-19, uno de cuyos efectos ha sido exponer las fracturas sociales y las desigualdades de renta, género, o de otra índole. La pandemia también ha hecho aflorar disfunciones en las instituciones y modos de gobernanza, en cada país y en el plano regional y global, así como debilidades y fracturas del tejido social y productivo. La recuperación pospandemia no puede ignorarlas. Hay que recordar que democracia, estado de derecho, desarrollo con justicia, y paz, son aspiraciones que no se pueden lograr por separado. De esa forma, esas tres transiciones contribuirán a la renovación de la democracia y el contrato social.

La respuesta y la recuperación tras el COVID-19 ofrecen oportunidades para una cooperación birregional renovada a través de las políticas del “desarrollo en transición”, propiciando el diálogo de políticas y atrayendo inversión productiva y asistencia financiera y técnica que respalde inversiones para el desarrollo sostenible y políticas activas de largo plazo. Se trata de evitar dinámicas de reprimarización y creciente dependencia externa, y de respaldar reformas que lleven a pactos sociales y políticos más inclusivos. Por su parte, la UE ha de desplegar una estrategia de cooperación avanzada, conforme al nuevo Consenso Europeo de Desarrollo, más horizontal, que, sin renunciar a la ayuda oficial al desarrollo (AOD), ha de dejar atrás la “graduación” de los países más avanzados. Así, ha de estar abierta a todos los países de la región con enfoques “a medida” para cada país. Ha de sumar la cooperación Sur-Sur y triangular, promover un mayor diálogo sobre políticas públicas, innovación conjunta e intercambio de conocimiento, y alentar la inversión pública y privada en áreas como la infraestructura resiliente y la transición ecológica. Para ello se cuenta, dentro del Marco Financiero Plurianual 2022-2027, con el nuevo Instrumento “Europa Global” y el Fondo Europeo de Desarrollo Sostenible plus (FEDS+), y con estrategias como “Global Gateway”, cuyo programa regional para América Latina no debería hacerse esperar más, pues ya se ha formulado para África. Por parte de la UE, es necesario avanzar en la lógica común de los “equipos Europa”, que involucran a los Estados miembros y a las instituciones europeas como expresión de un sistema europeo de cooperación emergente.

En cuanto a la política comercial y de inversión, el compromiso de ambas regiones con el Acuerdo de París y las metas de descarbonización y de cuidado del medio ambiente, exigen combinar la apertura con la adopción de estándares y normas ambientales, laborales y sociales más estrictas. Supone, en otros términos, una aproximación al comercio y la inversión con un marco regulador y con principios ambientales y geopolíticos distintos al enfoque liberal de décadas anteriores. Sin ello, la opinión pública y los parlamentos, de los que depende la ratificación de los acuerdos comerciales, pueden mostrarse más reacios a aceptar esos Acuerdos.

Aquí, la clave es una mayor cooperación y diálogo: sin ello, esas normas pueden terminar siendo un nuevo proteccionismo “verde”, con nuevas barreras no arancelarias, que puede ser impugnado como intento de imponer al resto del mundo los principios y normas europeas. La UE podrá hacer uso de su poder regulatorio y de la influencia que supone el mercado interior, pero no puede actuar de manera unilateral y enajenarse apoyos. En materia de estándares sociales, medio ambiente, clima y sostenibilidad, liderar supondrá mayor diálogo de políticas y reforzar la cooperación.

Esos imperativos se plantean en el ámbito multilateral de la Organización Mundial del Comercio (OMC), y en los Acuerdos de Asociación entre la UE y América Latina y el Caribe. Como ilustra el debate sobre el Acuerdo UE-Mercosur y la deforestación de la Amazonía, no es aceptable objetar su ratificación apelando a legítimos argumentos ambientales con inconfesados propósitos proteccionistas. Pero ese proteccionismo encubierto no legitima que se ignoren esas objeciones ambientales. La solución no es abandonar los acuerdos, sino reforzar sus salvaguardas. De hecho, los acuerdos de última generación ya incluyen un moderno capítulo sobre comercio y desarrollo sostenible. Pero, como se ha propuesto en el Pacto Verde Europeo, será necesario añadir a cualquier acuerdo comercial un compromiso vinculante con el Acuerdo de París, a modo de cláusula ambiental análoga a la cláusula democrática que desde los años noventa, de manera obligatoria, se incluye en todos los acuerdos de la UE con terceros países.

De nuevo, es necesario cambiar la lógica y la narrativa que justifica estos Acuerdos. No deben verse como meros TLC limitados al libre comercio. Tienen, de nuevo, un nuevo significado geopolítico: son herramientas para la autonomía estratégica de la UE y de América Latina frente a una supuesta bipolaridad entre Estados Unidos y China, y, en materia de desarrollo sostenible, debieran verse también como un espacio común de diálogo de políticas y normas, y de convergencia regulatoria en materia social, de reglas para la economía digital, y de estándares ambientales, para promover el cambio de los modelos de producción y consumo en aras de la sostenibilidad y la cohesión social.

Esos desafíos son compartidos. La UE también quiere impulsar para sí misma una profunda transición social y ecológica que pretende ser, al mismo tiempo, nueva estrategia de desarrollo y de política industrial, marca de su “poder blando”, y renovada narrativa movilizadora de la construcción europea. Ese renacimiento de la UE en clave verde y social implicaría ver las relaciones entre la UE y América Latina y el Caribe como parte del Pacto Verde Europeo y del programa de recuperación NextGenerationEU, con una agenda común de inversiones, reformas y convergencia regulatoria para la transición “verde”, social y digital de ambas partes. De hecho, la forma en la que la UE se afirma en sus valores y en su autonomía estratégica en el mundo de hoy es, en parte, insistiendo en el contenido político y social, y ahora, ambiental y geopolítico de su proyecto de integración frente a la rivalidad estratégica y la competencia económica entre grandes potencias.

En esa triple transición social, digital y ecológica está en juego también la reconstrucción del contrato social y la viabilidad y legitimidad de la democracia a la que se aspira en ambas regiones. Esas transiciones plantean, de por sí, complejos dilemas socioeconómicos en términos de equidad y de justicia. Suponen costes asimétricos entre países, regiones y grupos sociales, que pueden agravar las desigualdades; afectará a muchos aspectos de la vida cotidiana que hasta ahora se daban por sentados, los modos de trabajo y ocio, los patrones de consumo, la movilidad. Sabemos que han de cambiar para lograr las metas del Acuerdo de París. Esa transición supone reconfigurar los contornos materiales y éticos de lo público, lo privado, y del bien común. La distribución de esos costes y la manera de afrontarlos, entre países y entre grupos sociales dentro de cada país traerán amplias disputas ecosociales. Y pueden ser más difíciles aún por las disrupciones socioeconómicas de la guerra de Ucrania, como es el aumento de la inflación y del precio de la energía y los alimentos. De esas difíciles transiciones puede surgir un nuevo consenso verde o social, de amplio espectro, pero también pueden impulsar a fuerzas iliberales y de extrema derecha, tensionando aún más el orden internacional. Tendrán que ser transiciones justas, o no serán.

La UE y América Latina y el Caribe enfrentan la crisis de la globalización, la desigualdad, la emergencia climática, la pandemia del coronavirus y la reaparición de la guerra de agresión y sus consecuencias socioeconómicas y alimentarias globales. Todo ello representa lo que en sociología histórica se denomina una coyuntura crítica. Es decir, momentos de encrucijada, en los que el devenir histórico ya no está escrito y se abren múltiples posibilidades para las fuerzas sociales que pugnan por definir el futuro. Los pactos verdes no son, como algunos quisieran ver, un radical proyecto ecosocialista. Pero tampoco pueden despreciarse como un mero lavado de cara “verde” del neoliberalismo para asegurar su perpetuación. Noventa años atrás, tras otra crisis orgánica del capitalismo, el New Deal de Roosevelt y los pactos sociales de posguerra reconstruyeron el mercado y las sociedades democráticas con pactos sociales antes inéditos. Ante la crisis actual, los pactos verdes suponen renovar un nuevo contrato social y ecológico sumando al planeta y a las generaciones futuras dentro de un orden mundial por construir. Esa, y no otra, es la nueva racionalidad y narrativa que ha de sustentar la cooperación entre nuestras dos regiones. Les invito a reflexionar sobre ello.